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Micro Relato corto

La niña de la nieve

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Conviene no desviarnos ni un ápice del título, así como tampoco del primer epígrafe tras el saludo inicial: «hola a todos». Seguidamente, os presento una pequeña historia con sus misterios y realidades y, aun con todo con sutilezas e impresiones y que pretende ser un mínimo y recogidito atisbo de belleza en cada palabra, cada oración, cada expresión sintáctica, significado y semántica, ligado todo ello al cuento pero también al realismo de un día de avanzada bruma y ventisca, acompañadas de nieve por doquier.

En esa región extraña, muy reducida en el mapa, como a un punto, difuso e inconexo con las grandes ciudades, en el interior de una cabaña de montaña itinerante, esto es, hecha y dispuesta para visitantes perdidos o erráticos, según fuese la naturaleza del viaje, vivía una chiquilla de unos dieciocho años, si, como veréis la niña más bonita del lugar.

No solo por su edad y su físico volátil y blancuzco, semejante a un copo de nieve dejándose llevar por el viento juguetón, sino porque aunque carecía de aura visible a simple vista, toda ella, parecía envuelta de una aureola vaporosa, intangible, nada mundana, casi espiritual.

Nena, solían clamarla desde el espacio, El Sol y la Luna, los animales se arrimaban a su figura trémula y extremadamente frágil, delgada, entre arrumacos y embelesos le cantaban los pájaros, etc. No importaba si eran ardillas tracamanderas, hurones de riachuelo, ahora, en esta época del año, congelados, por tanto, diríase que dormidos y expectantes, como los mismísimos lobos blancos cuyas fauces ya no eran tales fenotípicamente hablando, y que parecían sonreírla profusamente en cada mirada bilateral. A modo de hermanos correligionarios.

Nena salió de la choza de madera de nogal, tan noble como su corazón, para dar un paseo por el bosque, al lindero de varias hileras de casas superpuestas como si de una carretera terciaria se tratase, si bien, hundida por la poca maleza que sobresalía de la nieve hirsuta.

Se encontró a una pareja de leñadores, a quienes saludó con cierto remilgo pero con convencimiento. Sin ser conscientes de su paso, dado el trabajoso y arduo encomendamiento a la poda de determinados especímenes que habían caído tras la tormenta y arramblaban el paso de un trayecto demasiado laborioso de ser pisado, ellos mismos, viendo que estaba cerca la terminación de su labor ordinaria, cesaron de golpear los troncos cedidos a la tierra, se secaron el sudor, bebieron un trago de coñac Terry y se miraron como apercibiéndose de que alguien había pasado por su lado. Bah, el típico despiste de los trabajadores de mantenimiento forestal, los de protección civil del ayuntamiento que habían recibido órdenes de sellar todo impedimento en la circunvalación de carretera, tanto quitando nieve espesa como obstáculos. El camión de abastecimiento para la única tienda rural que se encontraba diseminada a pocos kilómetros surtiendo a unos cuatro o cinco aldeas de no más de cuarenta o cincuenta habitantes, debía de traspasar el itinerario sin problemas, el médico rural debía poder visitar a los enfermos y a los ancianos impedidos, la furgo de las medicinas abituallar a la botica de la aldea más poblada y grande, situada a unos cien kilómetros por la misma vía del atasco, todo enfrente, todo recto hacia el norte, mucho más allá de lo que los ojos de la muchacha podían vislumbrar en su carrera persiguiendo a un conejo malherido. Cuando lo tuvo en sus manos, le frotó grácilmente con los dedos índice y pulgar de su mano derecha y éste con un tintineo de su morrito, agradeciendo, se fue sin cojear hacia el fondo del pantano.

Tanto había andado y andado la chiquilla, una mozuela que parecía nórdica de tan rubia y si no fuera por su prestancia, una aparición virginal del Cielo para redimir almas puras vencidas por la sinrazón o el menosprecio social, que descansó por unos instantes. Vio a la señora Berta, quien, sentada en el banco junto al cartel que daba la bienvenida a Caselda, la villa más recóndita de toda la contornada, fumaba del tabaco de liar de su marido enfrascado en las labores de recoger lo poco que pudiese de aquella vegetación surgida tras las lluvias pasadas, como setas y rebollones, caracoles próximos a riachuelos, charcas y afluentes de menor densidad, donde afloraban en familias numerosas, para alimentarse antes de la siguiente nevada fuerte. Cosa habitual.

Dentro de una casa de gente de bien, campesinos y dueños de una pequeña granja de gallinas y algún que otro porcino, cuyas piaras se dejaban ir con su ruido característico, contaban leyendas de tiempos remotos que iban pasando de generación en generación.

-Pues sí, ma, la niña dicen que se pasea por los alrededores, quiá, no me gustaría verla de frente, cara a cara, no sea que se me lleve al inframundo. Ya tenemos bastante con el barbecho estacional y con los animalicos.

-Jua, ni me lo creo yo. Vete tú a sabé. No somos na y encima fantasmas, jua.

Los niños comenzaron a reír a carcajada limpia, la madre, algo contrariada, debido a su falta de credibilidad frente a la chiquillería, se secada el sudor de cuello y frente, muy abochornada, todo sea dicho, sentada delante de un cuadro de fino lienzo, cuyo bodegón grabado era un regalo preciado incalculable. Van Gogh, llevaba en su firma. Muchos decían que si una copia, aun cuando los trazos parecieran el eje de la mismísima perfección impresionista originaria.

«Hum, estos rapaces, pronto se irán a fanegar con su pare en los campos y con los cerdos, se despertarán a la hora del gallo, y dejarán de ir al colegio de la beneficencia» -musitó para sus adentros-.-«Ya es tarde para cuentos de niños pequeños».

-¿Qué es eso, ma? Junto a la ventana. Abajo, me acabo de asomar para verlo.

La mujercilla de marfil les había dejado una ofrenda debajo del quicio de la puerta. Era un cesto repleto de pétalos violáceos y, otros tantos, negros, que simbolizaban un duelo futuro en dicho hogar, al menos, eso interpretaron los lugareños de más edad, mucho más, muchísimo más supersticiosos que los zagales, cuya inocencia, todavía impoluta, les hacía reír por lo bajini tal ocurrencia, a pesar del fuerte manotazo encima de la mesa dado por el padre de familia llamando al orden y al severo respeto paternofilial.

-Déjalo, Felipe, pronto partirán de aquí, a la fábrica de automóviles. Ese es su destino más probable.

-Tién que saber quién manda en esta casa. La tradición, Berta, la tradición. Somos, no sé si sabes, eso que llaman en la caja, la España vaciá. Mande güevos… cagüen…

A ochenta y dos kilómetros dirección sur se encontraban aun los leñadores revisando un viejo pozo, lo hacían a la vieja usanza, con cuerdas y poleas, encontrándose un cadáver en su interior. El pozo ciego se encontraba cubierto por ramajes y hierbas silvestres que crecían desnaturalizadas al son de la humedad y que atraían toda una serie de fauna microscópica digna de laboratorio en el contorno de las paredes.

-Tono, llama a la comandancia de la Guardia Civil. Aquí hay un cuerpo. Súbeme, corre, está muy hondo. Súbeme te he dicho. ¡Ya!

-Necesitaremos una grúa o un equipo especializado. Te subo, compañero -se decían a gritos.

Por lo pronto, el alma de la hija mayor de la familia cuentacuentos se encontraba muy lejos. Volvía de la ciudad cuando su coche volcó junto a una cuneta. Su cuerpo saltó por entre la vegetación agreste rodando por un desfiladero lleno de arbustos y espinas, cuesta abajo, hasta llegar a la boca de un hoyo tapado con un lecho de forraje tupido pero sin tapadura y cayendo irremisiblemente en su interior.

Se llamaba Ana. Aunque todos la llamaban Nena, con cariño.

Por marisa12domenechcastillo

He sido activista política comprometida desde 2009 y bloguera desde 2014. Recientemente he realizado mis primeras incursiones como youtuber.

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